sábado, 4 de diciembre de 2010

Lagrimas decembrinas

En estos extraños días de diciembre en los que el cielo de Panamá llora, vienen a mi mente analogías interesantes. Miro las gotas de lluvia y las comparo con lágrimas del cielo…me digo: cuanta tristeza debe tener la madre tierra para llorar de esa forma, pero luego, vuelvo mis pasos y recapitulo, miro las rosas hermosas del jardín, mojadas por la lluvia y sonrío; pues sé que no necesariamente se llora por la tristeza, por rabia, frustración o dolor…a veces, también se llora de alegría.

Yo lloro si me machuco un dedo con la puerta…y luego, estúpidamente, mando la puerta para el carajo, la pateo, incluso; y vuelvo a llorar por el dolor, ahora no sólo de la mano machucada, sino del pie pateador.

Yo lloro si mi hijo Luis me mira con esos ojos tan dulces y me dice que me ama más que nada en el mundo…y lloro también, de decepción e impotencia, queriendo olvidarme del Código de la Familia y de lo que sé sobre el maltrato infantil, cuando el mismo Luis, con cara de yo no fui, me esconde los ejercicios de la escuela donde obtuvo un fracaso y haciendo gala de sus dotes de Picasso, pretende transformar, emulando a su tía Vero, en otros tiempos (muy burdamente por cierto) un 1.5 en grammar en un supuesto 4.5 (cómo si yo no me fuera a dar cuenta del “pocotón” de cruces en rojo de la maestra; o los espacios vacíos y la cantidad de absurdas respuestas del examen).

Yo lloro escuchando una melodía conmovedora, como algunas piezas clásicas, cuyos nombres y autores no sé. Lloro escuchando el piano de Clayderman, a Rubén Blades cantando “Patria”, “El Padre Antonio”o “Maestra Vida”; a Silvio Rodríguez cantando “El Papalote” o “Te doy una canción” (que es la canción más bonita del mundo), a Serrat con los “Cantares” de Machado, a Violeta Parra con su “Gracias a la vida”, a Pablito, con su “Para vivir”, a Nacha Guevara cuando canta “Te quiero” de Benedetti. Lloro escuchando “I just called to say i love you” porque fue mi primer himno de amor; y porque quien me lo dedicó se murió hace poco. Lloro cuando escucho “Hotel California” pues la asocio con un desamor tremendo que me marcó para siempre. Hoy lloro oyendo algún éxito de los años 80s convertido en un clásico, no tanto por la profundidad de la letra o los acordes espectaculares, sino porque me recuerda el inexorable paso del tiempo, ese que no perdona. Ciertamente que entre la música que amo y mis tuberías lacrimales, hay una conexión tremenda.

Lloro igualmente de decepción, si el hombre que quiero se pone bruto; y se comporta como un troglodita, machista de la peor especie. Lloro igualmente cuando me mira con esos ojos que desnudan el alma y me dice que me ama, que “ronco bonito y ya no tan infernalmente” y que le encanta como escribo o como cocino. Lloro cuando leo sus poemas tristes de antes y cuando leo el poema irreverente, como él y yo, que me escribió hace un tiempo. Lloro cuando sé que está decaído y yo no puedo contentarlo. Lloro de alegría por las cosquillas que me hace, cuando jugamos a las luchas libres y me hace una llave de la que no puedo escaparme hasta que me rinda.

Este año he llorado de vicio, pero a diferencia del año pasado cuando lloré mucho por la soledad, la incertidumbre, el desamor y la rabia por los sueños rotos, ahora he llorado por diferentes cosas. Este año solté las últimas lágrimas de desamor el pasado 2 de enero, fueron por alguien bueno, por un amor unilateral (de acá para allá) corto y bonito, que al final, no lo fue tanto. Supongo que el año nuevo despertó las nostalgias dormidas. Desde ese entonces volví a llorar con rabia homicida cuando a Mauricio, mi hijo, el fotógrafo de prensa, lo agarraron unos policías hijos de p…, lo esposaron, lo lastimaron y luego encerraron en una porquería de celda injustamente. Lloré cuando cesaron a la Procuradora Ana Matilde de su cargo, pues el ideal de una justicia “justa” se fue para el carajo. Lloré cuando comprendí que en Panamá la corrupción es el pan diario, suba el gobierno que sea; y que la democracia, la igualdad de oportunidades y la libre expresión son una falacia. Lloré cuando perdí la amistad de una persona insustituible; lloré de indignación en más de una ocasión cuando conocí de injusticias sociales inaceptables.

Pero también lloré viendo los episodios viejos de Candy, Candy bajados en Youtube (el día de la muerte de Anthony fue nuevamente de luto para mi, como lo fue cuando tenía 13 años). Lloré con varias películas de contenido inteligente, generalmente independientes, ajenas a Hollywood; lloré de la risa viendo episodios viejos de Benny Hills, 31 minutos, las gatitas de Purcell y vainas bobas similares. Lloré de la emoción leyendo a Benedetti, al Rimbaud atormentado de mis pesadillas, a Proust, a Neruda, también a Giocconda Belli, por supuesto. Los poetas grandes me hacen llorar; y nunca lloro tanto como cuando estoy sola, tengo conmigo un texto poéticamente conmovedor y una botella de vino o media de ron “Abuelo” encima.

Lloré todas las veces que escribí algo publicable o no. Lloro ahora mientras escribo esto.

Yo lloré siempre que me sentí sola, lloré a veces con gente a mi alrededor (Jorge, Naty y Leticia pueden dar cuenta de ello); lloré impotente cuando me metí en líos y cuando sólo me quedaba el consuelo de la presencia invisible e improbable de dios.

Llorar, es como escribir o leer un poema de esos que le erizan a uno los pelitos de la piel, es como dar un buen discurso ante un público exigente, es como cantar en un karaoke entre amigos o como hacer el amor con alguien que uno ama, es liberador: es catarsis pura.

Hay días en que lloro por todo: por un gato abandonado en una alcantarilla; por un elogio inesperado de mi socio y amigo Eduardo; por una crítica destructiva; por un tranque que me hace llegar tarde a una cita de negocios o a recoger a Luis al colegio, por la sensibilidad propia del síndrome premenstrual, por el carro que se dañó de nuevo.

Ciertamente no me da pena aceptar que soy una llorona. Como no me da pena hacer muchas cosas diferentes, tontas o raras, de las que antes me avergonzaba (como decir o hacer lo que pienso y quiero; o como andar en fachas, espelucada y greñuda como una rastafari). Antes no lloraba tanto, pero si gritaba mucho; y cuando no gritaba me reprimía y me tragaba las iras, lo que lograba que la úlcera estomacal, residuo de rabias atrasadas y de malos hábitos alimenticios creados desde la adolescencia fuera “in crescendo”. Ahora, a pesar de las exageradas dosis de cafeína que ingiero y los niveles extremos de estrés laboral que a veces padezco, “parece” que doña Ulcera, se ha quedado tranquila.

¿Porqué hablo o escribo sobre el llanto? Pues porque ver las hermosas gotas de lluvia caer sobre mis plantitas me emocionó y me dieron ganas de llorar pues me alegré de estar viva y poder contemplar el milagro de la naturaleza a mi alrededor y de paso, escribir sobre ello; y porque el objeto de mis afectos amorosos, me dijo hace poco que al principio de nuestra relación, cuando yo lloraba, mis lágrimas le “partían el alma”, le inquietaban terriblemente; y tuve que explicarle, que no tomara tan a pecho el asunto de mi llanto, que el llorar a mi me hace bien y que me resultaba reparador.

Por eso escribo, por eso canto, por eso lloro, por eso río …por eso amo, en este inusual gris y frío diciembre panameño: PARA DEJAR LIBRE LAS EMOCIONES PRESAS.