lunes, 24 de agosto de 2009

La otra (cuento)


La imagen de una chica triste paseando un perro insignificante, al medio día, me inspiró esto:



Yo soy la otra. La que con caricias y esencias perfumadas, reafirma tu hombría decadente.
La misma que te sangra cual Lilith, los bolsillos, mientras te hace creer que es dichosa en el mundo juergas alcohol, “amor”, sexo y cosas decadentes al que inexorablemente me sometes, sin preguntar si estoy de acuerdo o no, cuando las presiones cotidianas te abruman, cada cierto tiempo.


Yo soy la otra, la que ya no plancha tu ropa, ni limpia tus miserias domésticas, la que ya no prepara tus meriendas, ni te obliga a tomar vitaminas. Soy solamente, la que te saca las espinillas de la espalda, la que te corta las uñas de los pies y los vellos de tus axilas, la que amasa tu cuerpo estresado y recorre tu nuca, tu espalda, todo tu, con besos de sal y de miel.


Yo soy la otra, la sin nombre, la que nadie de tu congregación religiosa, ni de la asociación de empresarios , ni los miembros del club social, conoce; a menos, que a la vez se trate de alguien que, también, sea un compinche. Uno de esos mismos tipejos que invitas a las reuniones, donde todo se vale y donde todo lo que pasa en ellas, en ellas se queda. Reuniones que organizas muy discreta y eficientemente; y de las que al final, sólo me queda el recuerdo borroso alcoholizado, de una visión de lenguas rojas y colmillos afilados dentro de la boca que esos mismos compinches me muestran, cuando das la vuelta, para manosear, frente a ellos, mi trasero de 17 años.


Yo soy la otra, la que pudiendo ser tu hija, jamás te ha mirado como a un padre.

Yo soy la otra, esa flor, otrora mustia, ahora cínica, trasplantada del campo a la ciudad, desde hace ya más de 5 años. Los mismos 5 años que hacen ya, desde que tu señora esposa me sacó de un monte lejano y perdido. Ese lugar de penurias, hambres y tristezas de cuyo nombre, yo tampoco quiero acordarme, dizque con la misión sagrada de cuidar a tus hijos, con la promesa incumplida de mandarme a la escuela y pagarme, lo que a mis oídos, en ese entonces, sonaba como muchísima plata, a cambio de que yo fuera la “asistente doméstica” de tu hogar, como bien, solía llamarme ella misma, muy oronda, frente a los otros, en esos arranques de solidaridad con la causa de los oprimidos, de los que, con cierta periodicidad, hacia gala tu señora esposa, ante Dios y los hombres…


Yo soy la otra, la presea sin alma, “tu amor”, la que dejó, en el cuartucho de la trastienda de tu casa, cubil de servidumbre, en ejercicio de tu indubitable derecho de pernada, su inocencia de cholita interiorana, desarraigada del terruño paterno. Esa misma cholita que olvidó sus sueños burgueses de decencia y de vida digna, junto al calzón barato que manchado de la sangre del virgo infantil todavía, fue desechado al basurero, luego de un baño interminable, donde casi me arranco la piel, tratando de quitarme una película de suciedad que desde ese entonces se adhirió a mi epidermis y que ni los jabones, ni los costosos productos de belleza que uso ahora, logran quitar.


¿Recuerdas acaso tu ese fin de semana de pesadilla en el que nos quedamos solos en tu casa y en el que, niña de 12 años, descendí a abismos oscuros insondables de la personalidad humana, donde aprendí, de ti, buen maestro, que placer, sadismo, “amor” y muerte pueden ser la misma cosa?. Ese mismo fin de semana en el que tus hijos se fueron de paseo, con la abuela materna, mientras tu señora esposa ante Dios y los hombres, viajaba a Cali, Colombia, con su tropel de amigas estiradas, corriendo en pos de las maravillas y quimeras achacadas al nuevo y por cierto, muy guapo, según se ve en las revistas de moda, cirujano plástico de moda, en la misma época en que, la pobre, tratando obsesivamente de mantener la frescura de sus formas, procuraba infructuosamente robarle años al calendario, adusto tirano, señor del tiempo, ilusamente convencida que tu desinterés sexual hacia ella se curaría afinando su cintura y contrariando la acción ejercida por la fuerza de gravedad sobre los caídos senos que amamantaron a tus hijos.


Yo soy la otra, la que pasea por aceras solitarias y edificios elegantemente discretos, un poodle malhumorado, ese perrillo imbécil, sin personalidad, comprado por ti, en ese afán culpable, de proveerme de un compañero inocuo, que me acompaña en esas horas muertas, en que tu trabajas y compartes con los tuyos; y en los que yo no tengo mayor ocupación que ir al gimnasio, al salón de belleza o a gastar en las boutiques, la generosa mesada semanal que religiosamente recibo, desde que me convertí en tu juguete, tu más costosa pieza de colección.


Yo soy la otra, la que no te convirtió en hombre. La que, esterilizada prematuramente, por un médico matarife, no tendrá hijos, pues así lo decidiste, la que no surcará contigo mares, más allá que los de la lujuria, la que no plantará flores en ningún jardín, ni te dejará penando por eso que algunos llaman “amor”.


Y finalmente, yo soy la otra, la que se quedó sin esperanzas y la que te dice en esta carta de despedida, llena de falta de ortografía, escrita, un par de segundos después de tomarme este batido de frutas condimentado con una buena carga de arsénico del veneno para ratas, que se cansó de llorar y de esperar a que llegara el día soleado en el que “tu” decidieras, luego de hacer el “amor”, darle un beso en la frente dulcemente antes de echarte a dormir, roncar y despertar al otro día, a mi lado…

1 comentario:

abril en paris dijo...

Terribles historias de soledad,
de mujer humillada..
de baja autoestima, poderosa
arma con que el macho dominante
ejerce su poder..
¡ Qué triste final para conseguir la liberación !
Bastaria un adios y ¡ahi te quedas !
Qué importante es quererse a uno mismo antes que nada, para poder
decidir a quien quieres " querer ".

Un abrazo desde España con calor !!