Solía aburrirle ordenar su casa. Quienes la conocían sabían
que en su cubil, infaltable siempre estaba, acurrucada en el sofá, a modo de
camita para los gatos, la pila de ropa por doblar; el indeseable grifo que
goteaba y en cada rincón, montones de objetos sin ley, orden o utilidad que
guardaban en su seno las huellas de vivencias que ya nadie recordaba.
El hechizo quedó roto cuando en un arranque de locura, tal
vez producto de un ramo de claveles que le llegó por azar, ella se deshizo del
florero del asa rota, cuyo único valor, había sido ser el resguardo temporal de
unas rosas ya muertas, pulverizadas y olvidadas hace mucho tiempo.
Ese día, la mujer necia que insistía en guardar cachivaches,
también aprendió que los papeles tristes se pican en pedacitos y se meten
dentro de cuatro bolsas de basura para que sus tristes letras no regresen jamás
a ocupar espacios vitales perdidos desde la prehistoria de los tiempos.
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