martes, 28 de abril de 2009

De desarraigos y reencuentros


Muchas ideas plasmadas aquí forman parte del ensayo que envié al Concurso literario organizado por la Procuraduría General de la Nación, donde obtuve un premio al "ingenio creativo". El texto original es más largo, pero he aquí un estracto:


I. Del Desarraigo

Jamás imaginé que el día que recibí el diploma que me acreditó como bachiller en ciencias del colegio secundario al que asistí consecutivamente durante esos tres últimos años de mi vida, significarían la más drástica de las roturas con lo que hasta ese momento había sido el modo de vida ideal de la buena niña suburbana privilegiada, que inmersa en su burbuja de cristal, con sus 16 añitos recién cumplidos, creía que podía comerse al mundo de un solo bocado.



Esa noche, el baile de graduación en La Sociedad Española de Beneficiencia, me pareció una prolongación de la fiesta que hasta ese momento había sido mi vida; ¡ahora si, iba a poder hacer lo que me diera la gana!, pensaba ingenuamente yo. Las hormonas a flor de piel, las licencias ganadas a puro esfuerzo, propias del caso, mi vestido largo, negro con adornos plateados, diseñado por mi misma, según los excesos y la bisarría de la moda de los ochentas, nuevecito, como mi maquillaje recién estrenado. Heme allí, con mi boca roja y mi cara pálida de geisha “cuasi” infantil todavía, con la ilusión y las ganas de vivir propias de la primavera que revienta a borbotones, próxima a ser legalmente una adulta, con derechos y obligaciones, con la posibilidad de elegir y ser elegido, con una serie de prerrogativas, reales o presentidas. Pero eso lo descubriría, no siempre de la mejor manera posible, algún tiempo después.



Las fiestas, el juego y las amistades cercanas se mantuvieron un tiempo, la vida se mantuvo así, con pocas complicaciones, condimentada, un poco, por la carrera loca por entrar a la universidad a pasar los exámenes de admisión, sin la sapiencia real de un ¿para qué hacerlo?; y mucho menos sin la certeza real del ¿qué quiero ser “cuando sea grande”?



Un grupo importante de compañeros de mi generación, casi todos nacidos entre 1967 y 1970, se alista para ingresar a las filas de los “pichones” de abogado. No en vano éramos los “hijos predilectos del proceso revolucionario”; y como entes carentes de formación en vida y sociedad democrática, presentíamos que algo en el sistema que vivíamos no estaba bien, que además de la ley de los cuarteles, faltaba algo más.



La carencia de libertades ciudadanas y la búsqueda de un ideal de justicia inalcanzable, nos pareció, a muchos, la mejor opción cuando nos decidimos por la carrera de Derecho y Ciencias Políticas, cuya culminación, tras muchísimos traspiés finalizaría muchos años después, muchos más, de los que programa el “pensum” oficial académico.



Allí estaba yo, en mis inicios, junto con un montón de muchachos de todos los recovecos de Panamá, entre camisetas Op, zapatillas Vans de cuadritos, jeans “stretch” y cabelleras estrafalarias, tan extrañas que al ver las fotos no puedo menos que reírme a carcajadas. Ahí estaba yo, abordando mi respectivo colectivo (o el toyotita 1000 azul, de la flaca al que de cariño le decíamos "el porche-quería"), con mi mochila de libros hacia la facultad de Derecho, a la sombra protectora de “papá” Moscote, tratando de emular a los grandes juristas Don Justo Arosemena, Cundo Torres Gudiño y por que no a Clara Beringher, la primera abogada panameña. Estudiando a Eugene Petit y los infaltables folletos de Derecho Romano, Derecho Civil I, Economía y Sociología, buscando respuestas, tratando de ser alguien y pretendiendo no ser parte de la masa, ni mucho menos parecerme a su producto terminado, ese “niño mimado” del que nos habla Ortega y Gasset en “La Rebelión de las masas”.



Para esa misma época, muchos afectos se pierden temporal o definitivamente, en esa vorágine de acontecimientos que antecedieron y precedieron a la invasión de Panamá ejecutada por los norteamericanos el 20 de diciembre de 1988. Algunos de mis cercanos amigos de la escuela primaria y secundaria se casan, o se divorcian, se mudan de las casas de sus padres a la capital o a otros poblados del interior del país. Otros se van al Norte, a Canadá y Estados Unidos, buscando nuevas perspectivas de vida, unos pocos mueren, en fin, es un tiempo donde se rompen entrañables lazos: ¡es la época del desarraigo!


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II. Carencias:


La mayoría de los que vivimos nuestra adolescencia en la década de los ochentas y que formamos parte de un entorno que no era el las clases pudientes dentro de la pirámide social, tenemos en común el hecho de pertenecer a la era pre-informática.



En la escuela pública donde me gradué no existían, en esa época, laboratorios o centros de cómputos. Si bien es cierto, ya existían las computadoras, su uso aún estaba limitado al ámbito laboral, o al de algunos privilegiados económicamente, entre los que, por supuesto, yo no estaba.



Mi época dorada es aquella donde la Salsa del Gran Combo, se mezcla con el pop de una recién aparecida Madona. Soy de las que atesoraba LPs de larga duración, esos discos negros, de acetato, de los que mis hijos hoy se burlan, esos mismos objetos frágiles, que ante el mínimo descuido quedaban “rayados” o inutilizados de por vida (todavía recuerdo con un cariño tremendo los Lps "Llena tu cabeza de Rock, volúmen I y 2", "Siembra", de Blades, "She work hard for the money" Donna Sumer, "El Pañuelito" de Osvaldo Ayala y algunos más, tesoros perdidos de aquella época inolvidable que se fue).



Durante mi adolescencia la música se difundía en copias (igual que ahora, no siempre legales) a través de cintas magnetofónicas o “casettes”. Eran los días de las películas en formato Betamax y del pacman que se jugaba en consolas fabricadas por Atari .


Para ese entonces, ni siquiera me imaginaba que habría un tiempo en el que existirían novedosos inventos como el teléfono celular, la grabación en discos compactos, mp3, los hornos microondas, los secadores tipo “blower” y las respectivas planchas de cerámica que le dejan a una el cabello lacio y espectacular, los televisores de tecnología plasma, amén de otras maravillas, que hacen que mis hijos se asombren cuando les cuento, como mi abuelo contaba a sus nietos a la luz de una "guaricha", que en el tiempo de antes, cuando yo era “pelaíta” no existían las consolas wii, ni las de playstation, ni esas cosas y que uno para jugar tenía que conformarse con las bicicletas (no las montañeras, sino las pangas), con los patines (que no eran de línea) o bien, jugar en el barrio “la tiene”, “el compañerito pío, pío”, “el escondite o la lata” y que cuando llovía, o bien, los papás no lo dejaban a uno salir, había que conformarse con las aburridas “Barbies”.



En los noventa, cuando compagino mis obligaciones de mujer-jóven-madre-trabajadora-universitaria, empiezo a notar las grandes carencias de mi educación secundaria, las que se resumen principalmente en un pésimo dominio del idioma inglés y en mi completa ignorancia en materia informática.

Con el idioma de Shakespeare, no pude hacer en esa época, gran cosa, pero, la necesidad de dominar los rudimentos de la computación, empieza a hacerse latente, más que por moda, por la necesidad de superarme laboralmente. A mediados de esa década tomé un curso de Word Perfect, para poder estar a tono con las exigencias laborales, que exigían un personal calificado en esos menesteres.



El descubrimiento del procesador de palabras fue grato, sobre todo, muy cómodo, pero a decir verdad, para mi no supuso una mayor trascendencia, la revolución vino después, cuando descubrí el Internet.


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III. El Internet y los Reencuentros



El Internet, ese conjunto de redes interconectadas entre ellas sí me cambió la vida. Ello lo acepto y lo divulgo con orgullo. Gracias a esa magistral telaraña, he logrado cosas verdaderamente importantes, entre esas grandes cosas, están, por supuesto el recuperar afectos perdidos y mantener comunicación con personas que amo, a pesar de la imposibilidad del contacto real o físico.



Por citar el caso más importante, aunque no el único, puedo señalar que a través del “Facebook”, esa inmensa red social adorada o vilipendiada por muchos, he reencontrado a muchísimos de esos amigos o cómplices de infancia y adolescencia, cuyo recuerdo estaba latente en mi memoria y en mi corazón, pero cuyas pistas el tiempo y los avatares de la vida, borraban inexorablemente, pues tal como expliqué al inicio, en Panamá hacia finales de los ochenta, muchísima gente emigró del país, o bien decidió establecer hogares en la capital, abandonando, en muchos casos, las ciudades dormitorio, como la mía, donde vivieron de niños.


En no pocos casos, el contacto se ha reestablecido, traspasando el ámbito virtual y retomado el real. En otros, las distancias geográficas no permiten lo anterior, pero a través de la red, se ha logrado reestablecer la comunicación necesaria, el cruce de información, la cotidianeidad de nuestras vidas (a través del intercambio de correos y fotos principalmente) es decir, el poder mantener muchísimas de las cosas que integran la esencia de la amistad verdadera y perdurable.



A nivel personal, lo anterior ha contribuido a robustecer la capacidad de hacerle frente a dos de mis mayores deficiencias personales: una natural timidez y la falta de planificación en mis actuaciones cotidianas. Al respecto establezco que el decidirse a escribir públicamente, sea de manera profesional, o como en mi caso, por el puro placer de hacerlo, implica planificación al más puro nivel, desde la separación del tiempo para escribir, escoger el tema, ambientarse, el análisis y la extrapolación de sentimientos y muchas otras cosas más.



Soy una persona de naturaleza impulsiva, pero a la vez, aunque no parezca, muy tímida, lo cual, ciertamente, no me enorgullece. De lo que si estoy orgullosa es de haber podido lograr, en menos de un año, poco a poquito, de manera paciente y disciplinada, el que algunas de mis opiniones, ideas y sentimientos hayan encontrado un medio para aflorar y difundirse, que mis miedos ante el “¿que dirán?” queden atrás y que cada vez me importe menos el que me etiqueten, a fin de cuentas, una de las grandes satisfacciones de madurar, lo constituye el estar en paz con uno mismo.



Curiosamente, las letras, imágenes, videos o cualquier cosa que cada quien decide fijar para consumo personal y a la vez foráneo en un espacio personal en Internet o “weblog”, son elementos que afloran libres y sin restricciones mayores a las de tipo legal o político, establecidas por los prestatarios del servicio al que el “bloggero” respectivo se encuentra adscrito. La colocación de dichos elementos (letras, imágenes o videos) puede que en muchos casos, no representen para quien los “sube” en la red, un mayor sacrificio preocupación o esfuerzo, sin embargo, en mi caso, sí suponen una autorresponsabilidad seria, ya que a pesar de que soy una enamorada de la libertad de expresión, estoy plenamente conciente de que no es correcto, en ejercicio de esa libertad expresiva, lastimar, herir o ridiculizar inmisericordemente a cuanto moro o cristiano piense diferente de uno.



Cada quien debe ser responsable de las opiniones públicamente expuestas. Es lógico que se pueda ser sujeto, así mismo, a opiniones encontradas o diferentes a la de uno. No debe perderse de vista la posibilidad real de una opinión divergente de los lectores ocasionales, o peor aún, de los que “religiosamente” siguen lo que uno “bloquea”. Lo cierto es que para mí, la satisfacción y el riesgo de escribir “esos experimentos en prosa o verso” que de vez en cuando compongo, bien valen la pena.


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IV. Conclusiones



Mi camino en el aprendizaje informático no ha sido fácil, empezando porque mi formación científica al respecto no ha sido formal. Las transiciones y los cambios, como todo en la vida implica ajustes; lo cierto es que estos cambios son más fáciles de llevar cuando se cuenta con una mentalidad abierta, conociendo sus propios límites.



Sobre los peligros del Internet, es lógico, justo y necesario que cada quien imponga los controles necesarios en su hogar, en la oficina, en la escuela, a fin de tratar de impedir que el vicio corrompa y dañe.



A final de cuentas en mi caso debo señalar que por la alegría de los reencuentros con mis afectos, así como por la posibilidad de obtener innumerables conocimientos propios de mi profesión, bien vale la pena el que me corra ciertos riegos, pues para cualquier abogado, que se respete, el procurar entender o estudiar cosas desconocidas y meterse a veces en "camisas de once varas" no es más que el tratar de cumplir con el dictamen imperativo que nos diera el maestro Eduardo Couture cuando estableció como cabeza de sus mandamientos a los juristas, la obligatoriedad del estudio cotidiano, pues ¿no es cierto que el Derecho se transforma constantemente y que quien no siga sus pasos, será cada día un poco menos abogado?

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