
Salí el domingo, de
madrugada, rayando la penumbra, el café todavía tibio en el estómago. Estacioné el auto cerca del mirador, con los focos hacia el frente del
camino, por si estaba lloviendo a la
vuelta, poder salir fácilmente.
Sujeté la cangurera a mi vientre y me interné en el sendero.
Busqué un rastro
que delatara las huellas mi presencia y la tuya en este
lugar, hace poco más de dos años. Nada encontré. Ni marcas
de mis caídas en el fango, ni el bordón que guardé tras el árbol
milenario que resguarda la entrada del reino de las orquídeas. No encontré tampoco el enjambre de mariposas azules, ni escuché el eco de las risas de ninfas. Por suerte no me encontré con el fauno que nos espiaba ese día, me habría muerto de la vergüenza en el acto.
A gatas subí el cerro. En la cumbre,
a la derecha e izquierda y abajo: solo la nada grisácea, salpicada de todos los verdes posibles de
este mundo.
Por fin, se habían sellado los senderos primigenios.
Los otros caminantes que
ascendían, ya entrada el alba, se sorprendían
al ver a la mujer sola que regresaba con el sol en la mirada, tarareando el blues
de los esclavos…
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