
Porque entre el lunes y el martes,
me sobra tiempo para necesitarte
Porque me miento si digo,
que tu mirada no fue mi mejor testigo
Porque fuimos lo que fuimos (J. Drexler)
me sobra tiempo para necesitarte
Porque me miento si digo,
que tu mirada no fue mi mejor testigo
Porque fuimos lo que fuimos (J. Drexler)
No le tengo miedo a dios o
diablo alguno. No le temo a enfermedad o
calamidad doméstica. Estoy segura,
que llegado el momento, si mi sufrimiento
fuera extremo, sí de mi dependiera no me
temblará el pulso para terminar con el mismo. También estoy segura que, si de cortar de
raíz el sufrimiento de alguien a quien amo, se tratara,
no vacilaré en cerrar la válvula de oxígeno o hacer lo que fuera para
que esa persona se muera en paz.
Antes le temía al asaltante, a los desastres naturales, a no tener un centavo en la cuenta de ahorros,
a perder, a no tener la razón, a que
algo terrible le sucediera a mis hijos.
Antes le tenía miedo a la vida, a
la alegría, a la tristeza, a la soledad.
Antes le tenía miedo al miedo.
Creo que básicamente todo se
circunscribía al temor a no caber en moldes de “buena”, de mujer intachable, madre
abnegada, matrona del buen entendimiento y la cordura. Temía a la prosperidad de los otros, tan contraria a mis limitadas posesiones terrenales. Temía no poder llenar expectativas ajenas, cuando ni siquiera llenaba las mías
Ya no temo a nada de
eso.
Realmente creo que a lo
único que verdaderamente temo es a la intrascendencia, a pasar desapercibida, inadvertida,
a no dejar huellas de mi presencia en el mundo.
Habiendo establecido mi
principal miedo, los otros miedos, poco importan, los otros miedos, son nada,
a la sombra de aquel temor mayúsculo a la intrascendencia.
El miedo a las canas, a la grasa del abdomen a las tetas caídas, a los calambres, a los infaltables calambres
en el muslo derecho, cuando intento una posición extrema diferente a lo cotidiano para
tener sexo, ya no importan. Total,
siempre existe la magia de las fajas,
de los tintes, de los sostenes de aumento y el diclofenaco o
cualquier antiinflamatorio que relaje los músculos resentidos.
El miedo al inexorable paso
del tiempo es nada ya. Ese no cuenta. Me rio del paso del tiempo.
Pero, aunque he descrito mi gran miedo, no puedo negar que aún subsisten, a veces,
subversivos, otros “mieditos” inofensivos, reminiscencia
de miedos infantiles, mieditos tontos, que, a
veces, también, me hacen pasar malos ratos, y que como siameses conviven conmigo día a
día, hora a hora, minuto a minuto y segundo a segundo.
Por ejemplo, acepto,
que todavía, a veces, le tengo
miedo al hombre del saco de mis pesadillas infantiles, con el que abuelo me asustaba cuando quería
corretear de noche por los linderos de su casa.
Miedo a que se aparezca el día (o la noche) menos pensada y que, zalamero y coqueto, me pida aquello y que yo, en un arranque de desprendimiento y buena
voluntad, se lo dé gustosa y que luego él se vaya, no vuelva más y que yo
lo extrañe.
Tengo miedo al agujero que
está en el techo de mi recamara. Me da
miedo, porque pienso que por él puede colarse una cucaracha extraviada y caer
en mi boca mientras duermo, mientras
ronco con mi boca abierta. Y ese
imaginar que, durante algunos segundos, el insecto,
atravesará íntegro, todavía vivo,
aleteando, tal vez, por mi laringe, tráquea y luego se aloje en mi estomago, es algo más grande de lo que normalmente puedo
soportar.
También cuenta el miedo a la
esquina izquierda de la habitación, que
en las tardes, después de las
cinco, parece tragarse
las sombras y que no sé porqué me recuerda la ranura inmensa de un buzón por el que se escapan
los sueños inconclusos y los buenos propósitos de ser una persona normal.
Pero de los miedos bobos, al que más miedo le tengo, el que hiela,
sin duda la sangre, es el miedo
al espejo.
Ese miedo alcanza a todos
los espejos, al del retrovisor del auto, al de la polvera con que me maquillo en las
mañanas, al del espejo de luna del
pasillo de la casa, al del botiquín de
mi baño, al de los probadores de los
vestidores de los almacenes, todos los
espejos son, indefectiblemente, fuente productora del terror.
La esencia del miedo a los
espejos, supone el pensar que un día cualquiera, el espejo (el que sea), en lugar de reflejar mi imagen, cansada, triste,
eufórica, feliz u ojerosa, me
devuelva la imagen de los ojos.
No, mejor dicho,
no se trata de que me devuelva la imagen de los ojos,
sino que me devuelvan la imagen de “la mirada”.
La mirada que se quedó
eternizada y cuya profundidad, aún percibo
a veces, es escrutadora, posesiva,
burlona, dulce, hambrienta e inquisitiva.
“Esa mirada” es también muy necia. La tengo presente a cada rato. Durante las acciones cotidianas de la vida, como cuando me baño, cuando me visto, cuando como,
cuando respiro, cuando cierro los
ojos y por supuesto, cuando recuerdo el
contexto erótico generador de “esa mirada”..
Lo más terriblemente jodido
es que “esa mirada” es polifacética, pues también salta o brinca, para mayor entendimiento, es flexible,
dinámica, es persistente, como quedó ya dicho. A veces,
la muy maldita, parece hasta gimnástica y encima, para más remate, también se burla de mi.
Ya ni recuerdo a quien
pertenecía "la mirada", ya ni recuerdo los
detalles del espejo, ni el siquiera el motel
desde donde saltó, lo que sí es
cierto, es que "la mirada" acecha y que a veces, por el miedo a "la mirada", se me olvidan mis miedos a la intrascendencia.
3 comentarios:
UN CUENTO CON UN INTIMISMO, QUE SE ASEMEJA A CUALQUIERA DE NOSOTROS. UN PLACER VISITAR SU ESPACIO.
UN ABRAZO
Gracias, es muy amable...abrazos.
Un gusto leerte y encontrar tantas similitudes.
un beso desde España
Publicar un comentario