domingo, 9 de junio de 2013

Miedo (cuento)


Porque entre el lunes y el martes, 
me sobra tiempo para necesitarte 
Porque me miento si digo, 
que tu mirada no fue mi mejor testigo




Porque fuimos lo que fuimos (J. Drexler) 


No le tengo miedo a dios o diablo alguno.  No le temo a enfermedad o  calamidad doméstica.  Estoy segura,  que llegado el momento,  si mi sufrimiento fuera extremo,  sí de mi dependiera no me temblará el pulso para terminar con el mismo.  También estoy segura que,  si de cortar de raíz el sufrimiento de alguien a quien amo, se tratara,  no vacilaré en cerrar la válvula de oxígeno o hacer lo que fuera para que esa persona se muera en paz.

Antes le temía al asaltante,  a los desastres naturales,  a no tener un centavo en la cuenta de ahorros, a perder, a no tener la razón,  a que algo terrible le sucediera a mis hijos.  Antes le tenía miedo a la vida,  a la alegría, a la tristeza, a la soledad.  Antes le tenía miedo al miedo.

Creo que básicamente todo se circunscribía al temor a no caber en moldes de “buena”,  de mujer intachable, madre abnegada, matrona del buen entendimiento y la cordura.  Temía a la prosperidad de los otros,  tan contraria a mis limitadas  posesiones terrenales.  Temía no poder  llenar expectativas ajenas,  cuando ni siquiera llenaba las mías

Ya no temo a nada de eso. 

Realmente creo que a lo único que verdaderamente temo es a la intrascendencia,  a pasar desapercibida,  inadvertida,  a no dejar huellas de mi presencia en el mundo.

Habiendo establecido mi principal miedo,  los otros miedos,  poco importan, los otros miedos,  son nada,  a la sombra de aquel temor mayúsculo a la intrascendencia.

El miedo a las canas,  a la grasa del abdomen  a las tetas caídas,  a los calambres, a los infaltables calambres en el muslo derecho,  cuando intento una  posición extrema diferente a lo cotidiano para tener sexo,  ya no importan.  Total,  siempre existe la magia de las fajas,  de los tintes,   de los sostenes de aumento y el diclofenaco o cualquier antiinflamatorio que relaje los músculos resentidos. 

El miedo al inexorable paso del tiempo es nada ya.  Ese no cuenta.  Me rio del paso del tiempo.

Pero,  aunque he descrito mi gran miedo,  no puedo negar que aún subsisten,  a veces,  subversivos, otros “mieditos” inofensivos,   reminiscencia de miedos infantiles,  mieditos tontos,   que,  a veces,  también,  me hacen pasar malos ratos,  y que como siameses conviven conmigo día a día,  hora a hora,  minuto a minuto y segundo a segundo.

Por ejemplo,  acepto,  que todavía, a veces,  le tengo miedo al hombre del saco de mis pesadillas infantiles,  con el que abuelo me asustaba cuando quería corretear de noche por los linderos de su casa.  Miedo a que se aparezca el día (o la noche) menos pensada y que,  zalamero y coqueto,  me pida aquello y que yo,  en un arranque de desprendimiento y buena voluntad,  se lo dé gustosa  y que luego él se vaya, no vuelva más y que yo lo extrañe.    

Tengo miedo al agujero que está en el techo de mi recamara.  Me da miedo, porque pienso que por él puede colarse una cucaracha extraviada y caer en mi boca mientras duermo,  mientras ronco con mi boca abierta.  Y ese imaginar que,   durante algunos segundos,  el insecto,   atravesará íntegro, todavía vivo, aleteando,  tal vez,  por mi laringe,  tráquea y luego se aloje en mi estomago,  es algo más grande de lo que normalmente puedo soportar. 

También cuenta el miedo a la esquina izquierda de la habitación,  que en las tardes,  después de las cinco,   parece  tragarse las sombras y que no sé porqué me recuerda  la ranura inmensa de un buzón por el que se escapan los sueños inconclusos y los buenos propósitos de ser una persona normal.

Pero de los miedos bobos,   al que más miedo le tengo,  el que hiela,  sin duda la sangre,  es el miedo al espejo.

Ese miedo alcanza a todos los espejos,  al del retrovisor del auto,  al de la polvera con que me maquillo en las mañanas,  al del espejo de luna del pasillo de la casa,  al del botiquín de mi baño,  al de los probadores de los vestidores de los almacenes,  todos los espejos son,  indefectiblemente,  fuente productora del terror.

La esencia del miedo a los espejos,  supone el pensar que un día cualquiera,  el espejo (el que sea),  en lugar de reflejar mi imagen, cansada,  triste,  eufórica,  feliz u ojerosa,   me devuelva la imagen de los ojos.

No,  mejor dicho,  no se trata de que me devuelva la imagen de  los ojos,  sino que me devuelvan la imagen de “la mirada”. 

La mirada que se quedó eternizada y cuya profundidad,  aún percibo a veces,  es escrutadora,  posesiva,  burlona,  dulce,  hambrienta e inquisitiva. 

 “Esa mirada” es también muy necia.  La tengo presente a cada rato.  Durante las acciones cotidianas de la vida,  como cuando me baño,  cuando me visto,  cuando como,  cuando respiro,  cuando cierro los ojos y por supuesto,  cuando recuerdo el contexto erótico generador de “esa mirada”..

Lo más terriblemente jodido es que “esa  mirada” es polifacética,  pues también salta o brinca,  para mayor entendimiento,  es flexible,  dinámica,  es persistente,  como quedó ya dicho.  A veces,  la muy maldita, parece hasta gimnástica y encima,  para más remate,  también se burla de mi. 

La condenada mirada amaga como si fuera a saltar de mis pensamientos para ir a incrustarse en el espejo menos pensado,  tal como lo hizo una vez.  Esa primera vez que saltó desde el espejo del techo,  colocado estratégicamente en la parte superior a la cama del motel de ocasión,   desde donde  se incrustó desde el inicio de los tiempos hasta  mi cerebro y mi alma.


Ya ni recuerdo a quien pertenecía "la mirada",  ya ni recuerdo los detalles del espejo,  ni el siquiera el motel desde donde saltó,   lo que sí es cierto, es que  "la mirada" acecha y que a veces,  por el miedo a "la mirada",  se me olvidan mis miedos a la intrascendencia.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

UN CUENTO CON UN INTIMISMO, QUE SE ASEMEJA A CUALQUIERA DE NOSOTROS. UN PLACER VISITAR SU ESPACIO.
UN ABRAZO

Anayansi Acevedo dijo...

Gracias, es muy amable...abrazos.

abril en paris dijo...

Un gusto leerte y encontrar tantas similitudes.

un beso desde España